La casa y el cuerpo

Alejandro Pabón
6 min readFeb 28, 2023

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A veces siento que mi casa está viva. Me acuesto en el sofá y miro el techo, veo unas marcas que brotan en las paredes, son líneas delgadas que sobresalen del techo, son como venas en las que la sangre circula, me pregunto: ¿Qué circulará por las venas de mi casa? ¿Cuál es la sangre de las casas? ¿Tiene algún color? Lo que sí sé, es que lo que ahí brota es como la sangre, líquida, pues las marcas están ahí por la humedad de las tuberías que están al interior de las paredes, tuberías que mueven el agua que me tomo, con la que me baño, cocino y lavo mi ropa. Estas venas brotan porque las tuberías no logran contener, en su totalidad, el agua que transportan, se termina generando un quiebre en el cemento que deja el rastro de la existencia de estas. Pienso en no poder contener, la no contención hace evidente algo, como las venas de mi casa. Las toco e imagino que mi vida está conectada con estas venas, que las paredes son mi cuerpo, que las marcas son mis venas y que el agua que pasa en ellas es mi sangre. Y si, al fin y al cabo estás marcas en las paredes y techos están ahí porque yo las hago activarse para poder vivir. Mi cuerpo necesita agua para vivir.

Estás paredes se han vuelto parte de mi, para bien o para mal, aquí he visto la vida pasar, aquí he crecido, he llorado, he reído, he amado y he sufrido (y muchas otras cosas que olvido). También fue aquí que entendí que el cuerpo no es algo estático, sino que este va cambiando y se va transformando constantemente y a la vez sus formas de manifestarse.

Recuerdo hace algunos años, cuando apenas empezaba mi adolescencia, estaba en el cuarto de mi hermana e iba a dormir en la cama de abajo de la suya. Al intentar dormirme, empecé a cruzar ese límite entre el sueño y la vigilia en el que se atraviesan pensamientos extraños y borrosos en la cabeza. Recuerdo tener un pensamiento, que tal vez era el inicio de un sueño, en el que yo estaba en el colegio balanceándome en la silla en la que estaba sentado al lado de la puerta de atrás del salón y, en un momento, perdía el control de la silla y esta se comenzaba a caer hacia atrás con mi cuerpo incluido. Mientras caía, sentí que estaba flotando, mi cuerpo se detuvo en el aire y lo sentí tan pero tan liviano, fue en ese momento que creí que me había despertado, pero al intentar mover mis pies, mi cuerpo no reaccionaba, escasamente sentía que mis dedos se podían mover. El desespero inició cuando sentía que mi cuerpo no le respondía a mi cabeza y que a la vez, escuchaba unos ruidos que parecían ser de fabricas, pero que estaba seguro que venían de mi cabeza. Por unos segundos sentí que yo me elevaba por encima de mi cuerpo y que si por algún motivo llegaba una fuerte brisa al cuarto, yo me iba a ir al ritmo de la brisa, alejándome de mi cuerpo que seguía en la cama. De un momento a otro, y empezando con los dedos de las manos y de los pies, el poder sobre mi cuerpo volvió a mi, me senté y me toqué el cuerpo, para verificar que ahí estaba y, una vez lo confirmé, desperté a mi hermana muy angustiado. Ella me calmó y, como hacíamos cuando más pequeños, acompañamos nuestros sueños tomados de la mano mientras dormíamos.

El cuerpo es la casa de cada quien, es el espacio que alberga lo que somos, nuestras emociones y la forma de cada quien de relacionarse con el mundo. Por esto, me gusta pensar en mi casa como mi cuerpo. Llevo viviendo un buen tiempo en la casa en la que vivo, casi la mitad de mi vida y, mientras mi hermana y mis papas se han ido a crear nuevos hogares, yo he continuado en esta casa, hogar creado por mis padres. Es curioso que a la vez que he sentido una gran sensación de libertad al interior de estas paredes, también he sentido mucho encierro, el miedo de salir de acá, de irme y de abandonar este lugar al que pertenezco

Sin embargo, eso no fue lo sentí ese día que dormí donde mi hermana pues justamente sentí que estaba saliendo del encierro del cuerpo y parte de mi estaba logrando salir de mi casa, elevándome sobre mi cuerpo. Pero ante tal libertad, ante tal livianez, no fue tranquilidad o sosiego lo que sentí, sino angustia y miedo. Entre la parálisis y el día a día en mi casa, me mantengo en el constante dilema de salir o no del cuerpo y cuando hacerlo. Entonces me pregunto si el miedo de salir de mi casa es parecido al miedo de salir de mi cuerpo, y si mi casa realmente son solamente estas paredes en las que me encuentro, o si es algo más lo que eventualmente debo abandonar.

A veces veo la casa, veo las paredes, veo sus marcas, las marcas de la vejez y de los años, marcas que, como las arrugas que son eliminadas por el botox pero que vuelven al pasar el tiempo, son retiradas con arreglos que hacen obreros que mi papa contrata para impermeabilizar las paredes pero que a los meses vuelven dependiendo de la intensidad de la lluvia. Luego veo mi cuerpo, y busco las marcas que acá tengo, por simple inercia, miro mis manos que tienen unas cicatrices relativamente nuevas que me quedaron un día al querer cruzar una frontera de mi casa. En la casa, tenemos un patio en la parte de atrás, lugar en el que hay una mesa, una fuente, algunas plantas y en el que cae el sol directamente al medio día. La puerta para salir al patio es corrediza, de vidrio, larga y alta. Ese día estaba trabajando en el patio y, en medio del acelere de almorzar y de tener una nueva reunión, al salir al patio desde el comedor di un paso creyendo que la puerta estaba abierta pero, al sentir mi rodilla chocar contra un muro invisible y ver mis manos gotear sangre mientras mandaba un mensaje, me di cuenta que la puerta estaba cerrada. Los vidrios se rompieron y mis manos no dejaban de escurrir sangre, en medio del shock, vi un pedazo de mi piel colgando sobre uno de los vidrios. Era como si una de las venas de mi cuerpo se hubiera quebrado al chocar con la casa, que también tiene venas. De estas dos marcas nuevas que hoy tengo en mis manos, una en el costado derecho de mi mano derecha y la otra en el dedo índice de mi mano izquierda, me dio curiosidad que ocurrió en un momento en el que me estaba moviéndome para salir de mi casa, pero no para salir afuera, sino para salir a un lugar que está adentro y sigue siendo parte de la casa. Fue como si estuviera entrando a mi cuerpo y, al intentarlo, me hubiera cortado las manos, como si para salir de mi casa necesitara entrar en mí mismo. Me pregunto si es que cada vez que uno sale de su cuerpo, de su lugar, de su zona de confort, estará profundizando aún más en el propio cuerpo, yendo cada vez más y más profundo.

Y a la corta (pero parcial) conclusión a la que llego es que el miedo al afuera, es el mismo miedo al adentro. El miedo a salir, es muy cercano al miedo a entrar porque en ambas direcciones podemos encontrar tanto la inmensidad de lo conocido como la inmensidad de lo desconocido. El miedo a la libertad al sentir que se abandona el cuerpo evoca a la idea tan conocida pero a la vez tan desconocida de la muerte. Y a la vez, el miedo a la inmensidad del afuera genera el temor de algo que sabemos que es infinito como la vida, y que conocemos inmensamente, pues habitamos la vida diariamente mientras respiramos, pero que a la vez desconocemos todas sus posibilidades y formas. Por ahora me quedaré enfrentándome a esos miedos que no son más que la señal de estar vivo.

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